Tradução: Hector Mañhon – Texto original: A Mala de Meu Pai, de Paulo Atzingen

De lo poco que dejó mi padre al morir fue esa obligación de despertar temprano para comprar pan y leche. Sumado a este bien, que no fue necesario dividir con mis hermanos mayores, gané esa maleta retro anaranjada, que hoy regresó a la moda y espero la oportunidad para usarla. Dentro de ella algunos libros de viaje como Expedición a los Martirios, Secretos de Taquara Poca, Viaje a Ixtilan, unos crucigramas incompletos, una pijama azul marino con cruces azules y un rastrillo de rasurar de aquellos que se usaban en la época de la Gillette.

Esa maleta por su ineficiencia y demodé fue olvidada encima del guarda ropas y cada vez que la veo me proyecto a un pasado medio distante, medio ahí en la esquina.

Aunque el viejo haya partido hace casi una década siempre tengo la impresión que todo día al levantarme el estará en la sala para que yo lo abrace, y le bostece alguna cosa al oído tipo “buen día papito”  y aun soñoliento, siga para el baño, me lave el rostro y de una meada.

Ese abrazo matinal era nuestro código de amor, quien sabe por que, pero el establecía un vínculo físico, no verbal, (ya que las palabras son limitantes y traicioneras) de que éramos padre e hijo. Algo como la conexión de bondad y protección que debería existir en esa relación conflictiva que sigue por la vida entre creador y criatura. Pero con el correr de los días y de los años de bondad y protección solo se transforman en bellos términos de retórica.

Pero allá en el pasado yo veía una gran bondad en mi viejo, tal vez por el haber sido el menor de una penca de 17 hermanos, tal vez por que siempre fue marchito y esa fragilidad le otorgaba más cariños maternos, que por osmosis me transfería, finalmente,  era un padre bondadoso al máximo. El adjetivo protector tal vez no cupiera, pues mas andaba a las vueltas de su aserradero por allá por del lado de Mato grosso, que con la familia. El proteger para el tenia otro significado que yo desconocía y que nunca viene a conocer.

Su bondad era parecida a la del Tío Sebastián, uno de los hermanos de la penca, mayor que el unos 10 años. Tenían un tipo de serenidad, de pausa, incomprensibles en nuestros tiempos de tren bala, ambos trabajando en el ferrocarril. Ambos parecían tener siempre aquel placer indecible del momento siguiente a la partida del tren, llevando todas las maletas, cajas, gentes y ansiedades propios de la espera. Tenían también en aquellas bolas azul celeste de los ojos, una pequeña melancolía de algo o alguien que se fue.

Pero regresemos a la maleta

Cada vez que abro esa maleta me viene un aroma del pasado, un sabor a tierra mojada y un sentimiento de naturaleza donde aves, ríos y caminos se encontraban.

Cada vez que abro esa maleta, lo veo a el manejando su jeep, apostando una carrera contra el tren con toda la familia dentro. Era de una alegría incontenida, todos los seis hermanos en el chiquerito del carro, agarrándose unos a otros entre golpes y contusiones de cabezas machucadas descubriendo que no teníamos miedo de morir y que queríamos correr, correr, correr al lado del tren, correr, correr, lado a lado con los vaqueros del camino, correr atrás de un lugar, de un estado de espíritu llamado felicidad. En ese punto de vida, allá atrás de esas nubes del tiempo cuando aun vivíamos el éxtasis de las ilusiones, esperanzas y sueños, aquella época en que comenzamos a creer en los gnomos y los superhéroes; surgió en mi corazón un sentido de familia que jamás tuve en los años que siguieron. Nosotros, todos juntos en el jeep, apostando una carrera contra el tren.

 

Cada vez que abro esa maleta me viene un aroma del pasado, un sabor a tierra mojada y un sentimiento de naturaleza donde aves, ríos y caminos se encontraban.

Cada vez que abro esa maleta siento el olor de aserrín de los arboles cortados en el aserradero que mi padre comandaba. Ese aliento a ceiba nueva me remonta a un trazo de mi historia en que había toras, tablas, tablones, vigas y listones listos para levantar todo un mundo de madera, construir puentes para los que van,  sillas para los que se quedan, que era mi caso.

Cada vez que abro esa maleta me acuerdo de nosotros dos a la orilla de un riachuelo pescando y el señalando un nido de pájaros en el árbol:

“Mira, aquel nido es de Guacho”…

Fue una de las centenas de nudos lingüísticos que tuve cuando comencé a apropiarme de la lengua. La época de mis primeras aulas de arte, la tía que me enseñaba a pintar las acuarelas con guache. Me imaginaba allá en el río, que era de ahí, de lo  alto de los arboles y de dentro del nido que saldrían las tintas para mis acuarelas de la escuela.

Cada vez que el se despedía para sus viajes a Mato Grosso – tres cosas con significado siempre sobresalían: el color azul en los ojos del viejo, las lagrimas en los ojos de mamá y la maleta anaranjada bajo el brazo.

Hoy al remover las cajas del pasado sobre el guardarropa vi nuevamente la maleta exprimida contra la pared, empolvada. Medio siglo de viajes y diez años mas de confinamiento encima del guardarropa.

Esa maleta la herede definitivamente después de la división del testamento. Como era el hermano menor acabe quedándome con las herencias descartadas. Existen cosas que son nuestra cara y mis hermanos estaban seguros que una maleta vintage era mi retrato. Una versión anterior a mi pasado mochilero psicodélico.

Cargo esa maleta desde entonces, ella es lo inpermanente en mi; un río que corre pero no muda, y que siempre en su margen hay arboles con nidos de Guacho o de Guache, no importa. Ella es una estación de tren donde no hay mas embarques, donde se escucha el silbido y en seguida aquella tristeza de un tren que se fue.

 

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